
Cuando el horizonte en el llano
empieza a dar visos del sol, un color naranja aparece, es algo similar a lanzar
una cubeta de pintura de naranja oscura. Es el instante en que la pintura toca
el material que se utiliza como fondo. Instantánea que se torna a ratos roja, a
ratos amarilla. El sol juega a ser ocultado por las nubes de la mañana, como un
velo que permite ir del amarillo, al naranja, al rojo; nubes que parecen una
tela gruesa rasgada y en movimiento constante, por ende en cambio continuo.
Puedo decir que esa sensación sabe a guayaba criolla, ese fruto que es más
pequeño que una guayaba común, fruto ácido que refresca el cuerpo cuando se
muerde o se sirve fría.
Este camino de ida y vuelta que
se siente cada vez más al pedalear, hace que los colores tengan sabor. Camino
lleno de verdes, sí muchos verdes. Verde que huele a mastranto, pues los
colores como han visto se pueden sentir, saben e incluso huelen. Por ejemplo,
el blanco sabe a guanábana. Incluso la textura del blanco se siente. El
amarillo sabe a miel, huele a miel, y se siente empalagoso, aunque a veces el
amarillo puede tener vida propia sea aguijoneando la piel, o sea sacudiendo las
alas de una mariposa. Sigo pedaleando.
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